Un día sin más

Como el sabor de la crema catalana, como el olor de la hierba al parar de llover, como el sonido que hacen los pies al chapotear sobre un charco, como el tacto que deja en la yema de los dedos el pasar las manos por el pelo recién cortado, como salir a la calle un día de verano y sentir el calor sobre la cabeza; así se sentía aquel día, como si hubiera vuelto a su eterna infancia, como la persona más tonta del mundo. Salió a la calle creyendo que podía comerse el mundo, pensando que todo lo que había aprendido no eran más que lecciones de un libro, que esos temas que te enseña el profesor en Primaria y nunca más vuelves a necesitar. Cerró un momento los ojos y se dejó llevar a sus recuerdos. Corría sin prisas, actuaba sin pausa, nada importaba en aquel lugar. Ahora ya nada era como entonces... Todo lo que hacía era premeditado y aún así tenía sus consecuencias... Y cuando imaginaba una historia nueva, como aquellas que cada día se le ocurrían para pasar las tardes, la vida le demostraba que no eran ciertas, que los finales felices en los que se comen perdices únicamente forman parte de los cuentos. Dejó pasar un breve instante sus pensamientos y miró a su alrededor, a sus amigos. Quizás fuera porque hacía sol y tenía un día ñoño, pero algo dentro le dijo que tenía una vida demasiado afortunada como para andar desperdiciándola, como para ponerse a recrear un mundo de baldosas amarillas. ¿Que a lo mejor no era perfecta? Puede, pero al menos podía presumir de que, por mucho que hiciese, lo que tenía no lo iba a perder jamás.

Era un día como otro cualquiera, un día que no tenía nada especial, un día sin más.

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